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Cuando pensamos que la situación de la ciencia y la tecnología (CyT) en América Latina ya está mal bastante, vemos que no dejan de empeorar. La víctima, en esta oportunidad, son las ciencias humanas y sociales.
 
Como si ya no bastaran los sucesivos recortes presupuestarios en el sector y el desmantelamiento de su sistema político-administrativo en varios países de la región, presenciamos ataques abiertos a las humanidades, tanto por parte de gobiernos como de sectores de la sociedad.
 
En Brasil, a finales de abril, el presidente Jair Bolsonaro y el ministro de Educación, Abraham Weintraub, anunciaron en sus cuentas en Twitter y Facebook la intención de reducir los recursos federales dirigidos a la sociología y a la filosofía. Según ellos, la medida sería una forma de respetar el dinero de quien paga impuestos.
 
Bolsonaro y Weintraub defendieron públicamente, vía redes sociales, que el gobierno debe concentrar sus recursos en el desarrollo de habilidades básicas, como leer, escribir y hacer cuentas, e invertir en oficios que generen retorno inmediato al contribuyente, como medicina, veterinaria e ingeniería.
 
Por sorpresa, la comunidad científica reaccionó de forma inmediata e indignada ante las declaraciones hechos por ambos jerarcas. Diferentes asociaciones representativas de las ciencias humanas y sociales se manifestaron por medio de comunicados, repudiando el anuncio y los argumentos del presidente y del ministro, y ofreciéndoles verdaderas lecciones sobre lo que es producir conocimiento en esas áreas y sobre su relevancia para la sociedad.

Pero las reacciones no se limitaron a las instituciones de campos directamente afectados por los pronunciamientos. Las sociedades científicas de otras áreas, como la salud, y aquellas que representan más ampliamente a las ciencias, también salieron en defensa de la sociología, de la filosofía y de las humanidades en general, buscando deconstruir la falsa dicotomía presentada por las autoridades entre ciencia útil y ciencia inútil.
 
Además, académicos de universidades en todo el mundo firmaron manifiestos contra las amenazas de recortes. Uno de ellos, redactado por sociólogos de la Universidad de Harvard, llegó a 17.000 firmas. Otro, con 1.100 signatarios, defendió la importancia de las referidas áreas para comprender la sociedad y pensar sobre el mundo y la inteligencia colectiva —por ellas impulsada— como un valor democrático.
 
La cuestión tal vez sea justamente esa. Más que una preocupación económica —fundada en un gran equívoco sobre lo que es producir y aplicar conocimiento— parece que el boicot a las ciencias humanas y sociales planificado por el gobierno brasileño forma parte de una estrategia más amplia de “deseducación”, contraria a la formación de personas capaces de comprender la sociedad y de pensar el mundo, y sobre todo al refuerzo de valores democráticos
 

Desvalorización y falta de respeto

Por otro lado, los argumentos pseudoeconómicos y utilitaristas que Bolsonaro y Weintraub movilizan en sus discursos para justificar recortes a la sociología y a la filosofía reflejan y refuerzan la desvalorización y el irrespeto que esos campos aún enfrentan en nuestra sociedad, visiblemente arraigados en América Latina.
 
Aquí vale recordar lo ocurrido en Argentina a fines de 2016. En medio de protestas de la comunidad científica contra cortes gubernamentales en el sector, en especial en las bolsas de investigadores del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Brasil, se dio inicio a una “la ola de deboches y cuestionamientos sobre determinadas investigaciones de las ciencias humanas y sociales financiadas por el consejo.
 
Sacadas de contexto, algunas investigaciones se presentaron como ridículas o inútiles, como la de la socióloga Alejandra Martínez, que trata de representaciones sociales de la película El rey león, de Disney. Equivocadas y basadas en preconceptos, las críticas al financiamiento de esos estudios se esparcieron rápidamente por las redes sociales y ganaron espacio en los medios tradicionales.

“Más que una preocupación económica —fundada en un gran equívoco sobre lo que es producir y aplicar conocimiento— parece que el boicot a las ciencias humanas y sociales planificado por el gobierno brasileño forma parte de una estrategia más amplia de “deseducación”.

 
Hubo investigadores que, vergonzosamente, se limitaron a defender al Conicet argumentando que los estudios cuestionados no representaban los estudios financiados por el organismo y que la mayor parte de ellos eran en otros campos de la ciencia, supuestamente más serios y útiles. Algunos, en tanto, dedicaron más tiempo a explicar pacientemente por qué estudios como el de Martínez tienen relevancia social y sí merecen apoyo. Esas reacciones, sin embargo, tuvieron menos atención de los medios.
 
Hoy, pasados poco más de tres años, con su sistema de CyT desmantelado, Argentina sufre con la escasez cada vez mayor de recursos para el sector. ¿Y adivine quién sufre más? Las ciencias humanas y sociales. De los 208 investigadores que ingresaron en el Conicet este año por la convocatoria general, solo 38 provienen de esas áreas. En las convocatorias dirigidas a temas considerados estratégicos para el país, estos sectores tuvieron aún menor representatividad.
 

Incomodidad y censura

En medio de las ciencias humanas y sociales, hay temas que se encuentran aún más perjudicados por involucrar prejuicios de otro orden, que se diseminan rápidamente en una América Latina tomada por el conservadurismo. Los estudios de género están entre ellos. En abril, por ejemplo, un investigador del Conicet (Argentina) que se dedica al tema —y es activista gay— fue agredido públicamente por un presentador de televisión argentino y empezó a recibir amenazas por correo electrónico y redes sociales en función del contenido de su contenido trabajo.
 
El episodio es una demostración más de que los ataques a las humanidades sobrepasan las cuestiones supuestamente económicas puestas en evidencia por el gobierno brasileño.
 
Si, por un lado, revelan un preocupante desconocimiento de parte de las autoridades y sociedades latinoamericanas sobre lo que se hace en esos campos, por otro, dejan traslucir prejuicios de los más nocivos y una gran incomodidad con el poder que ellos tienen de promover la autonomía intelectual y la movilización en defensa de las libertades.
 
En este sentido, las reacciones a estos agravios no solo deben explicar y reforzar pacientemente el papel fundamental de esas áreas para toda la humanidad, sino también denunciar el intento del gobierno de minar cualquier proyecto de formación de ciudadanos críticos, autónomos y listos para luchar por sus derechos, lo que no deja de ser una forma de censura.
 
Tal vez esa sea una de las únicas maneras de estimular a los jóvenes a seguir carreras académicas en las humanidades, tan desvalorizadas justamente en el momento en que más necesitamos entender la sociedad y el mundo.
 
Al mismo tiempo, hay que pensar seriamente y con urgencia en cómo construir una imagen más verdadera sobre lo que significa producir conocimiento en las ciencias humanas y sociales. Y nadie mejor que los filósofos y sociólogos para hacer eso, ¿no?