Enviar a un amigo

Los detalles proporcionados en esta página no serán usados para enviar correo electrónico no solicitado y no se venderán a terceros. Ver política de privacidad.

Para detener el avance de la obesidad, tenemos que estudiar el entramado de intereses y estrategias comerciales que la promueven, plantea Jonathan Wells.

Pelotas es una ciudad del sur brasileño de pronunciados contrastes desde el punto de vista económico: al costado de la vía pública, delgados ponis tiran de carros desvencijados y algunas bicicletas; por la misma calle, motos y elegantes autos modernos pasan a mayor velocidad. Algunas personas viven en chozas construidas con bolsas de plástico; otras, en mansiones con yates amarrados a la vera del jardín. Lejos del centro de la ciudad, pequeños comercios aún venden alimentos de primera necesidad y verduras a bajo precio. Pero en las inmediaciones del centro sobresale un gran supermercado al que se accede desde el estacionamiento mediante una escalera automática.

La ciudad, en la que colaboro realizando investigación epidemiológica sobre obesidad, también vive una pronunciada transición nutricional. En Brasil, entre 1973 y 1996, la obesidad aumentó del 2,4 al 6,9 por ciento en los hombres y del 7 al 12,5 por ciento en las mujeres.

En términos sencillos, la obesidad se produce cuando una persona consume más energía de la que gasta, ya sea porque come demasiado o no hace suficiente ejercicio. Sin embargo, el problema sigue siendo difícil de contrarrestar y se han escrito cientos de trabajos de investigación sobre cómo abordarlo, principalmente en los países de altos ingresos. Esos estudios miden sin problemas la ingesta dietética, la actividad física y la situación de obesidad a través de técnicas simples (cuestionarios, valoración del peso y la altura) o, en la actualidad, mediante sofisticados y novedosos instrumentos de registro de la actividad corporal y la aplicación de isótopos estables. No obstante, la prevalencia de la obesidad es cada vez mayor.

Resulta indiscutible que las transiciones económicas y culturales afectan la ingesta dietética y los niveles de actividad. Si medimos estas circunstancias cambiantes, podremos observar las consecuencias del creciente ‘entorno obesogénico’ (la suma de todos los factores ambientales que actúan de manera conjunta y predisponen a un aumento de peso excesivo). El problema es que ese tipo de investigación corre el riesgo de convertirse en mero testigo del proceso y decirnos lo que pasa sin explicarnos por qué. Y para los científicos, el por qué debería ser igual de importante al cómo.

Astucia comercial

La auténtica fuerza que está detrás de la epidemia de obesidad no es el aumento de la ingesta, ni la disminución de los niveles de actividad, sino la red de estrategias económicas e intereses comerciales que llevan a un individuo a mantener o modificar determinadas conductas. El modo en que la industria comprende y manipula el comportamiento de las personas es clave para la expansión del entorno obesogénico.

Los directivos de las empresas seguramente aducirán que no intentan crear una epidemia de obesidad. A pesar de ello, las ganancias que se pueden extraer de la obesidad son gigantescas. Resulta que los alimentos que maximizan beneficios son aquellos ricos en grasas o azúcares; se producen a bajo costo, son fáciles de comercializar y de almacenar en las góndolas de los supermercados. Y hay innumerables maneras de incentivar su compra por parte de los preobesos.

El sedentarismo también produce ganancias y la industria lo promueve: un ciclomotor es más atractivo que una bicicleta; y un videojuego reactivará el interés de la gente, pero no su cuerpo.

Investigación inteligente

Hasta ahora, la investigación de la obesidad ha puesto el acento en el cálculo del número de obesos y la identificación de los factores de riesgo. Con esto se tiende a determinar las conductas individuales, pero no los factores que motivan u obligan a las personas a desarrollar tales conductas. Podemos contabilizar las horas que alguien pasa en un auto o jugando con la computadora, pero si no logramos comprender por qué usa el auto o los videojuegos, las iniciativas para abordar la obesidad están condenadas al fracaso.

Cada nuevo ciclomotor o litro de combustible que se vende y cada nuevo producto que se compra en el supermercado representan un pequeño paso más en la transición económica, y un paso adelante para las industrias movidas por el ánimo de lucro. Para cumplir sus metas trimestrales, estas industrias necesitan que la gente tenga conductas que llevan a la obesidad. Pero mientras las prácticas comerciales no sean la meta, primero de los estudios de investigación y luego de las intervenciones, es probable que sigamos actuando para documentar la epidemia de obesidad, en lugar de comprenderla de verdad y prevenirla.

Entender el entorno obesogénico, antes que lo que le pasa a la gente en ese entorno, es una prioridad de primer orden, aunque relativamente ignorada. El tipo de investigación necesaria para estudiar el asunto es muy distinto a la investigación biomédica convencional. Lo ideal sería que los investigadores tuvieran las mismas habilidades que utilizan las empresas para maximizar beneficios: la publicidad, la economía y la previsión de tendencias sociales.

Los científicos del ámbito sanitario necesitan enfrentarse a las empresas comerciales desde su misma lógica. Quizá los investigadores deberían empezar por contabilizar los mismos resultados que miden las empresas para maximizar ganancias: si la empresa sabe cómo vender más galletas, los investigadores de la salud necesitan saber cómo conseguir lo contrario.

Estrategias gubernamentales

Entre tanto, los gobiernos se han mostrado muy reticentes a tomar la ofensiva contra los intereses comerciales, porque las dos partes están involucradas. Considerando los cuantiosos ingresos fiscales que se obtienen en forma directa a partir de los beneficios de las compañías, el riesgo financiero para las economías nacionales es evidente.

En el nivel más elemental, solo cuando el costo de tratar la obesidad y sus co-morbilidades asociadas excede el ingreso recaudado de las empresas obesogénicas, se genera una lógica económica que justifica la acción, algo parecido a lo que ocurrió con el consumo de tabaco en Europa. Un enfoque más sofisticado indica, en cambio, que lo prudente sería actuar antes de llegar a ese punto límite: la obesidad es tan difícil de tratar que el objetivo principal debe ser prevenirla.

Maximizar los beneficios y procurar que el crecimiento económico no cese son objetivos primordiales del modelo económico industrial occidental. Ésta es nuestra forma de capitalismo y es el mismo modelo que está generando la transición nutricional. A medida que los países son absorbidos por el modelo y atraviesan la transición, una proporción cada vez mayor de la población es llevada a ejercer nuevas formas de conducta y modificar el nivel de actividad física y el acceso a los alimentos. El entorno obesogénico no es patrimonio exclusivo de los adultos, sino que también afecta a los embriones, los bebés, los niños pequeños, los niños más grandes y los adolescentes. Cada etapa de la vida constituye una meta para los intereses comerciales.

El capitalismo supera a otros sistemas económicos, como resulta evidente dada su expansión mundial, de modo que, en términos puramente económicos, resulta exitoso. Sin embargo, sus costos se pueden expresar en otras monedas, como la prevalencia de la hipertensión, la diabetes tipo II y la enfermedad cardiovascular. Hasta hoy, el capitalismo ha sido objeto de estudio casi exclusivo de los economistas. Es hora de que los investigadores de la salud también le saquen provecho.

Jonathan Wells es profesor adjunto de nutrición infantil del Centro de Investigación en Nutrición Infantil, Instituto de Salud Infantil, University College (Londres).